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¿Padres o amigos?
Es un tópico bastante común aquel que postula que los padres deben ser amigos de sus hijos. Entiendo que nada es tan equivocado como tal postulado y al sostener lo contrario no proponemos volver a reinstalar en la familia un sistema de relaciones autoritarias.

El hecho de que para cumplir con las responsabilidades que genera la paternidad tengamos que comprometernos práctica y emocionalmente en la tarea de ser padres, de que debamos brindar mucho amor a nuestros hijos, no puede confundir los términos de la relación y postular que debemos ser amigos de ellos.

La relación padres e hijos no es una relación entre iguales. Es lo opuesto a ser compinche, cómplice, colega o proveedor de coartadas. Entre padres e hijos no hay amistad entre pares. Pretenderlo es una anomalía.

Ser padres supone, necesariamente, asumir un rol educativo de nuestros hijos, lo que implica educarlos, tanto con la palabra como con el ejemplo, y, también necesariamente, imponerles límites.

Ser padres supone también una relación comprometida con los hijos, esto es participar activamente en sus vidas, involucrarnos en el proceso de transformación que va desde el individuo a la persona, pero no una constituye una relación ente entre iguales. Ser padres significa asumir un rol que no es el que cumple un amigo. Se trata de relaciones cuya naturaleza es antológicamente diferente.

Pretender ser amigo de nuestros hijos significa renunciar a las responsabilidades que impone la condición de padre, que son las de guiar y poner límites.

Los límites nos obligan a elegir y nos enseñan a ser responsables o sea que no estamos solos, que hay otros en el universo, que nuestras acciones tienen consecuencias.

Algunos creen que si ponen límites a sus hijos, en suma que si los educan, no recibirán de ellos amor, y se encuentran con la sorpresa de que después de años haberlos consentido dándoles todo y no prohibiéndoles nada sólo reciben indiferencia, lejanía afectiva, cuando no el reproche liso y llano de haberse desentendido de ellos.

Un niño o un adolescente no puede por sí mismo fijar sus propios límites. Y el no tenerlos genera la posibilidad concreta de que se choquen contra topes impiadosos y trágicos que les impondrá la vida: accidentes, adicciones, problemas de salud, vínculos disfuncionales, promiscuos o patológicos.

Lo dicho no quiere decir que tengamos que entendamos que es necesario poner distancia afectiva con nuestros hijos para poder educarlos y que no debamos compartir con ellos actividades, experiencias y confidencias, sino todo lo contrario. Ser padres implica necesariamente tener contacto permanente con los hijos en forma física, afectiva y espiritual

En su lucha contra las limitaciones - necesariamente esa es la dinámica confrontativa de la educación -, nuestros hijos tendrán sus propias experiencias como parte de su aprendizaje.

Los padres que no educan a sus hijos a través de los límites que les van marcando, sea por falta de tiempo por estar absorbidos por sus ocupaciones, o por comodidad, o por creer que ya se ocupará de eso la escuela, o porque realmente piensan que deben ser amigos de sus hijos, o por miedo a enfrentarse con ellos o de causarles traumas, o por un falso sentimiento de bondad o para compensar sentimientos de culpa, renuncian a la responsabilidad esencial que tienen respecto de sus hijos.

Es cierto que es más fácil hacerse amigo de los hijos, transgredir con ellos, no ocuparse en guiarlos, frenarlos o reorientarlos. Es menos trabajo. Lleva menos tiempo, parece más simpático, implica menor responsabilidad y nos permite seguir con nuestras cosas.

Las relaciones así encausadas generan para los hijos un estado de orfandad funcional pues de esa manera ellos tienen padres que les cubren sus necesidades básicas, quizás en exceso, pero que no cumplen con la función de guías espirituales de sus hijos, y tales relaciones se cristalizan alrededor de un modelo en el que rige el facilismo y el desentendimiento en el ejercicio de los deberes de crianza y educación.

Si se confunden los roles entre paternidad y amistad o si se eluden, cualquiera que sea la razón, las responsabilidades que impone la paternidad, la educación de los hijos quedará a cargo de la televisión basura, de artilugios informáticos y cibernéticos y de amigos desorientados como ellos.

Quienes han estudiado el tema encuentran que las consecuencias de tal claudicación funcional son estremecedoras: violencia infantil y adolescente, obesidad epidémica, drogadicción y alcoholismo en edades cada vez más bajas, notables índices de ignorancia respecto de cuestiones elementales para saber en qué mundo viven.

En suma, la situación de orfandad funcional que supone la no-asunción de las responsabilidades que impone la condición de padres nos pone ante la realidad de hijos que crecen desde el punto de vista físico pero no evolucionan ni maduran en los aspectos psíquicos, emocionales y espirituales.

Tener un hijo es un episodio biológico, a veces un “accidente”. Ser padre es algo distinto. Es un proceso que requiere: Conciencia plena del rol que deben cumplir en la formación espiritual de sus hijos; compromiso personal en la tarea, que no se puede delegar en terceros; asunción plena de la responsabilidad que la carga de ser padres impone, entre ellas las de poner límites, de educar a los hijos; y amor, mucho amor.

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